1. La luz que hemos recibido proviene de Cristo
Juan 8:12 "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida." Todo creyente es portador de la luz de Cristo.
Nuestra capacidad de iluminar no es propia, sino reflejo de Su presencia en nosotros.
Sin Cristo, nuestra luz se apaga; con Él, brilla con propósito.
2. La luz debe ser visible y no escondida Mateo 5:14-15 "Vosotros sois la luz del mundo... No se enciende una luz y se pone debajo de un almud." La fe auténtica se manifiesta en acciones y actitudes que otros pueden ver.
Vivir escondiendo nuestra fe es desperdiciar el propósito de la luz.
Un testimonio coherente es un faro en medio de la oscuridad moral y espiritual.
3. Las buenas obras como evidencia de la luz Efesios 2:10 "Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras..." Las buenas obras no nos salvan, pero son la evidencia de que la luz de Cristo está en nosotros.
El servicio, la ayuda al necesitado, el perdón y el amor son destellos de esa luz.
Cada acción justa es un mensaje silencioso que apunta al Creador.
4. El propósito final: glorificar al Padre 1 Pedro 2:12 "Manteniendo buena vuestra manera de vivir... glorifiquen a Dios en el día de la visitación." La meta no es recibir reconocimiento humano, sino que Dios sea exaltado.
Cuando otros ven a Cristo reflejado en nosotros, su corazón se inclina hacia Él.
La luz del creyente es una invitación a adorar al Padre celestial.
Conclusión:
La luz que Cristo ha puesto en nosotros no es un adorno, sino una misión. Debemos reflejarla con claridad, a través de una vida visible y coherente, llena de buenas obras que conduzcan a otros a glorificar a Dios. No se trata de ser el centro de atención, sino de que, al mirarnos, las personas vean al Padre que está en los cielos y anhelen acercarse a Él.

